En el Hotel Iberia. Llevo un
día entero en Tbilisi. Mi habitación está en el séptimo piso. La vista es
soberbia. Hice hoy infinidad de cosas y me siento cansado. Ayer, aún no sabía
que llegaría a Georgia. Pero les mandé a decir a los alcaldes de la literatura
que estaba harto de sus imprecisiones y misterios, de modo que lo mejor sería
interrumpir el viaje por la URSS y regresar a Praga. Me dieron a entender que
así sería, pero un rato después llegó un mensajero con un pasaje, sí, para
Tbilisi, un empleado de escasa jerarquía, así se calificó a sí mismo, no sé si
para disculparse o para reprocharme mi ingratitud, pues como me dispensaron
tantas atenciones a las que en nada correspondí, tenía ahora lo que me merecía,
es decir su humildísima compañía. Ni si quiera en el avión lograba creer que me
dirigía a Tbilisi, Tiflís en español (nombre obsoleto, pues aún en sus
publicaciones en castellano los georgianos escriben Tbilisi), a dónde llegué a
las diez de la noche, con una luna espléndida, diferente a todas las
soviéticas. Hoy inicié el recorrido, empecé a tocar los estratos que la
componen, una operación constante de construcción y deconstrucción mental, un
viaje a través de varias capas culturales que se han sobrepuesto en la región,
dejando vestigios de lo que ha sido. La Hélade, Bizancio, Persia, los eslavos
del primer milenio, las iglesias cristianas del siglo V, la influencia del Asia
Central, el sufismo. Visualmente, bañada por la luz nocturna, Tbilisi es una
ciudad andaluza enclavada en el Cáucaso. La presencia persa equivale a la árabe
en Andalucía. Ya de día tiene otros atributos, una orografía majestuosa, una
ciudad de colinas y barrancas cruzada por un río que se ve en todas partes. Las
casas parecen precipitarse en el vacío, las terrazas y los balcones volar por
el aire, sobre los acantilados, por entre los cuales fluye el caudaloso Kura. Acabo
de estar con los escritores en la sede de su organismo. Son verdaderamente la
rebelión; por lo menos el puñado de ellos con quienes conversé. Anoche, desde
que llegué al aeropuerto, supe que mi estancia en Georgia sería una maravilla.
A pesar de los disgustos y molestias pasadas puedo decir que ha sido un viaje
memorable, y que las trabas para llegar a la meta hicieron un efecto notable,
acrecentaron mi interés por la región. En La
tempestad, Próspero ha arreglado mágicamente una intrincada trama para que
Miranda, su hija, y el heredero del reino de Nápoles se enamoren. Es el primer
paso para que sus enemigos sean desenmascarados y pidan perdón por haberlo
destronado y exiliado. Han pasado muchos años, y ya es tiempo de restaurar las
heridas. El amor de los jóvenes y su posterior matrimonio será el lazo que una
a las partes segregadas. Bastó que los dos jóvenes se vieran a los ojos para
quedar hechizados. Próspero está feliz porque ese movimiento es parte
fundamental de su estrategia, pero, como hombre inteligente, decide entorpecer
el coloquio de los enamorados, castigar su amor, pues sabe que cuando los
triunfos del amor son fáciles, su valor decrece. De haber leído bien a
Shakespeare, los escritores rusos no me habrían puesto tantas trabas y
dificultades para llegar a Georgia. Su estrategia fue errónea. Me destinaron a
encontrar todas las virtudes del universo en este lugar. Ya en el aeropuerto
advertí que el nivel de vida es muy superior al de las dos más importantes
ciudades rusas: Moscú y Leningrado. Apenas salí del aeropuerto mi sinusitis
desapareció. Y toda la mañana de hoy he respirado maravillosamente.
(28 de mayo)
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