miércoles, 19 de diciembre de 2012

Pitol


En el Hotel Iberia. Llevo un día entero en Tbilisi. Mi habitación está en el séptimo piso. La vista es soberbia. Hice hoy infinidad de cosas y me siento cansado. Ayer, aún no sabía que llegaría a Georgia. Pero les mandé a decir a los alcaldes de la literatura que estaba harto de sus imprecisiones y misterios, de modo que lo mejor sería interrumpir el viaje por la URSS y regresar a Praga. Me dieron a entender que así sería, pero un rato después llegó un mensajero con un pasaje, sí, para Tbilisi, un empleado de escasa jerarquía, así se calificó a sí mismo, no sé si para disculparse o para reprocharme mi ingratitud, pues como me dispensaron tantas atenciones a las que en nada correspondí, tenía ahora lo que me merecía, es decir su humildísima compañía. Ni si quiera en el avión lograba creer que me dirigía a Tbilisi, Tiflís en español (nombre obsoleto, pues aún en sus publicaciones en castellano los georgianos escriben Tbilisi), a dónde llegué a las diez de la noche, con una luna espléndida, diferente a todas las soviéticas. Hoy inicié el recorrido, empecé a tocar los estratos que la componen, una operación constante de construcción y deconstrucción mental, un viaje a través de varias capas culturales que se han sobrepuesto en la región, dejando vestigios de lo que ha sido. La Hélade, Bizancio, Persia, los eslavos del primer milenio, las iglesias cristianas del siglo V, la influencia del Asia Central, el sufismo. Visualmente, bañada por la luz nocturna, Tbilisi es una ciudad andaluza enclavada en el Cáucaso. La presencia persa equivale a la árabe en Andalucía. Ya de día tiene otros atributos, una orografía majestuosa, una ciudad de colinas y barrancas cruzada por un río que se ve en todas partes. Las casas parecen precipitarse en el vacío, las terrazas y los balcones volar por el aire, sobre los acantilados, por entre los cuales fluye el caudaloso Kura. Acabo de estar con los escritores en la sede de su organismo. Son verdaderamente la rebelión; por lo menos el puñado de ellos con quienes conversé. Anoche, desde que llegué al aeropuerto, supe que mi estancia en Georgia sería una maravilla. A pesar de los disgustos y molestias pasadas puedo decir que ha sido un viaje memorable, y que las trabas para llegar a la meta hicieron un efecto notable, acrecentaron mi interés por la región. En La tempestad, Próspero ha arreglado mágicamente una intrincada trama para que Miranda, su hija, y el heredero del reino de Nápoles se enamoren. Es el primer paso para que sus enemigos sean desenmascarados y pidan perdón por haberlo destronado y exiliado. Han pasado muchos años, y ya es tiempo de restaurar las heridas. El amor de los jóvenes y su posterior matrimonio será el lazo que una a las partes segregadas. Bastó que los dos jóvenes se vieran a los ojos para quedar hechizados. Próspero está feliz porque ese movimiento es parte fundamental de su estrategia, pero, como hombre inteligente, decide entorpecer el coloquio de los enamorados, castigar su amor, pues sabe que cuando los triunfos del amor son fáciles, su valor decrece. De haber leído bien a Shakespeare, los escritores rusos no me habrían puesto tantas trabas y dificultades para llegar a Georgia. Su estrategia fue errónea. Me destinaron a encontrar todas las virtudes del universo en este lugar. Ya en el aeropuerto advertí que el nivel de vida es muy superior al de las dos más importantes ciudades rusas: Moscú y Leningrado. Apenas salí del aeropuerto mi sinusitis desapareció. Y toda la mañana de hoy he respirado maravillosamente.

(28 de mayo)

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